Poder y tortura
Daniel Martínez Cunill
Participación en la mesa redonda sobre Poder y Tortura
efectuada el 18 de mayo, Cuernavaca, Morelos, previo a la inauguración de la
exposición “Metáfora corporal, Tortura y
Tiempo” del artista chileno Sergio Naranjo
Sergio
Naranjo es un naranjo cuyos frutos son imágenes destinadas a exorcizar la
tortura. Ignoro si lo consigue a cabalidad, pero lo intenta y en ello reside el
principal valor de su creación. Naranjo (Sergio) es un árbol que tiene sus
raíces ancladas en el pasado y sus ojos puestos en el futuro, no sólo en el
suyo, sino en el que nos ocupa a todos.
Como muchos
de nosotros, es sobreviviente de un naufragio político donde algunos perdieron
la vida y otros fuimos lanzados a una diáspora, llevando como único bagaje
heridas mal cicatrizadas y una enorme interrogante sobre las dimensiones de la
experiencia que nos había tocado vivir.
Con esta exposición,
al igual que en las anteriores, reaviva los fantasmas y nos convoca a
reflexionar una vez más sobre la horrible experiencia a la que fuimos sometidos
como prisioneros de la dictadura pinochetista y la resistencia que tuvimos que
desarrollar para enfrentarla.
¿Qué fue esa
oleada de golpes y vejaciones que cayó sobre los prisioneros? En su sentido más
elemental la tortura es el recurso del poderoso para ordenar que se inflija un
sufrimiento intenso y continuado a una persona para someterla y extraerle
información.
Si el que
ordena la tortura es el Estado y la llevan a cabo militares, policías o
funcionarios a las órdenes del poder estamos hablando de tortura con fines
políticos.
La tortura
política encierra en sí misma una paradoja. El recurso de la violencia contra
prisioneros encuentra su justificación en la defensa del Estado de Derecho, sin
embargo lo primero que hace es violarlo. La tortura –no está de más recordarlo-
viola los Derechos Humanos y las
convenciones internacionales que el mundo ha perfeccionado a lo largo de
décadas para la preservación de la justicia y el respeto a los ciudadanos de
todo el mundo.
El Poder,
cuando tortura, niega su legitimidad porque tiene que pisotear los derechos y
garantías individuales del adversario político para demostrarse como tal. Es
más, cuando los torturadores son policías y/o militares vistiendo sus uniformes
el torturado vive una contradicción adicional, porque en los valores usuales se
trata de las personas y de las instituciones que están supuestas a defenderlo y
brindarle protección.
La tortura es
una concepción de control político mediante el sufrimiento. La búsqueda de
confesiones para inculpar al torturado en hechos políticos, que a los ojos del
poder pudieran ser constitutivos de delito, es sólo una parte del recurso de la
violencia. La tortura es una licencia de excepción que el Poder se otorga a sí
mismo para amedrentar, someter y destruir la capacidad de resistencia de los
ciudadanos que se oponen a una forma determinada de gobierno.
Entiendo que
la resistencia a la tortura y en especial la decisión personal de soportar el
dolor, surge con el único objeto de rebelarse contra el derecho del Poder a
ejercer el castigo físico y sicológico de un opositor.
Jorge
Semprún, excepcional escritor español y sobreviviente de campos de concentración
alemanes en la II Guerra Mundial ha escrito: “Mi cuerpo se afirmaba a través de
una insurrección visceral que pretendía negarme en tanto que ser moral. Me
pedía que capitulara ante la tortura, lo exigía. Para salir vencedor de este
enfrentamiento con mi cuerpo, tenía que someterlo, dominarlo, abandonándolo al
sufrimiento del dolor y de la humillación”.
El párrafo
de Semprún atestigua que un prisionero que es torturado, pero que está decidido
a rebelarse contra el torturador y el poder que éste representa, debe
desdoblarse de su cuerpo. Así entonces se puede enfrentar la agresión del
verdugo con una insurrección de la mente contra el propio cuerpo.
Mientras el torturador puede abusar de “ese” cuerpo, el prisionero se repliega
a su mente, se refugia en su rabia, se consuela en sus divagaciones de futuras
venganzas, o en cualquier otra forma de subterfugio que lo disocie de aquella
parte de si mismo que está sufriendo.
Pero de
parte del torturador también hay recursos. Por ejemplo, el sadismo de inducir al torturado a creer que si cede a
la violencia se verá libre del maltrato y del dolor. La experiencia demuestra
que no es así, pero la perversa relación entre dolor y sometimiento puede
repetir el fenómeno una y otra vez haciendo que el prisionero vaya renunciando
poco a poco a su identidad y se limite a ser un cuerpo que evita el dolor aceptando
el derecho del torturador a exigir de él sometimiento.
Llegado a
ese punto es raro que un prisionero pueda liberarse de la dependencia que se
crea. O dicho de otra manera, sólo resistir todas las formas de abuso y dolor y
no entregar jamás la dignidad en manos del torturador puede garantizar al
prisionero su libertad interior. Pero esa es una exigencia difícil de reclamar
y no todos los prisioneros logran alcanzarla.
Recordemos
además que el Poder no busca quebrar la voluntad individual, sino la aniquilación
moral de todos los prisioneros. La tortura puede derrotarlos uno a uno, pero su
objetivo es evidenciar que por medio de la violencia extrema puede dominar, hacer
que se pierda el espíritu de grupo y la confianza en el prójimo y en sí mismo.
Una vez que la tortura destruye esa confianza,
es muy difícil que vuelva a restablecerse. Pasan los años, los prisioneros
torturados recuperan su libertad, la medicina sana sus cuerpos y sus mentes,
pero cualquier oscuridad, cualquier ruido, olor o sonido, puede disparar los
fantasmas del inconsciente, recordándole al ex prisionero sus más profundos
traumas.
Al Poder no
le interesa matar prisioneros por medio de la tortura. Desde luego suele
ocurrir que algunos no resisten los actos de violencia y fallecen. Pero el
verdadero interés del Poder es aniquilar la capacidad de rebeldía del opositor
como parte de un colectivo. El daño que el Poder desea hacer es destruir la
disposición de una sociedad a enfrentarse. De allí que muchas veces la
liberación de compañeros torturados tenía como objetivo transmitir un mensaje
político: “No se atrevan a rebelarse porque somos capaces de ejecutar
atrocidades contra cualquiera de ustedes”
La ética de
las democracias tradicionales denuncia la tortura como un abuso de poder, como
una práctica aberrante consustancial a las formas totalitarias del Estado. Si
la tortura se da, es en una situación de anomalía de la democracia tradicional.
Pero si analizamos desde más cerca el fenómeno desconfiamos de las personas y
de las instituciones.
Es
impensable que los torturadores surgieran de un día para otro en las
dictaduras. O bien que existían pero estaban almacenados y controlados en
espera de que se necesitaran sus servicios especializados. La verdad, tiendo a
creer que debajo de las apariencias civilizadas y democráticas de determinados
instrumentos del Poder, subyacían latentes una horda de sádicos y enfermos
mentales dispuestos a torturar en nombre de una causa supuestamente
democrática. En la actualidad, ya ni siquiera es necesario un dictador, un
Somoza o un Pinochet. Basta con un Bush o un Obama que desate una guerra contra
el terrorismo para que la tortura encuentre su justificación.
Así
entonces, me temo que los que fuimos torturados no somos una especie en
extinción. Puede que desaparezcamos como individuos, pero el Poder volverá a
reproducir sus métodos cada vez que crea en peligro sus privilegios y habrá
nuevos ex prisioneros y ex torturados que vendrán a renovar las filas de este,
nuestro patético club.
Como la
tortura se perpetúa en nuestra cotidianidad como forma de Poder, se me ocurre
que la única manera de sobrevivir a ello es seguir luchando contra toda forma
de poder que pretenda someter al ser humano.
Estamos
condenados a seguir resistiendo una dictadura que ya no existe, pero que ronda
en nuestros fantasmas. Y en esas andamos, con algunas victorias y muchas
derrotas. Pero no cederemos.
Muchas
gracias.